sábado, 2 de noviembre de 2013

"The Dead-Beat" (W. Owen): apuntar a un soldado


"The surviver"(1944). George Grosz. En 1913 había entrado en contacto en París con el cubismo y otras vanguardias. Al iniciarse la guerra, se alista en la Infantería alemana, hasta que en 1917, al parecer por "shell-shock" (denominado actualmente trastorno por estrés postraumático), deja de ser apto para el servicio. Muy activo política y artísticamente, formó parte del Dadaísmo. En 1933, con la llegada al poder del régimen nazi, que ya había calificado su obra de "arte degenerado", emigra a EE.UU. Regresó a su país en 1958, falleciendo en Berlín en julio del año siguiente.

THE DEAD BEAT* / EL GOLPE MORTAL
Apático más que cansado, cayó en tierra.
Quedó tendido, inerte como un pez
y a nuestros puntapiés ya no se alzaba.
Somnoliento, no respondió ante mi pistola. 
Parecía ignorar que estábamos en guerra
y no ver la trinchera que sus ojos miraban.
"Les voy a dar -gemía-. Si me amputan la mano,
me los cargo, lo juro".

                           Alguien decía:
"Tal vez, ya sin valor, se cree en Inglaterra,
sueña con los valientes que no han muerto;
sus tíos le sonríen displicentes
y acaso su mujer está contenta
en la casa, que ha reformado entera.
No es por los hunos ni los fiambres que está loco".

Le dejamos a un lado del camino,
intacto. Un tipo duro, hasta ese día.
¿Fingió? Los camilleros: "No, ni pizca".

Por la mañana, el médico reía ebrio de whisky:
"El tipo que enviasteis anoche murió. ¡Hurra!".


(*) Deadbeat puede traducirse también como vago, holgazán, caradura, jeta, flojo, impresentable, informal.


Las guerras no son sólo disparos y muertos, tácticas y mapas, avances y  vilezas.
Son también las rutinas diarias, los sucesos que se repiten hasta no tener valor y que no aparecen en la prensa.
Aunque sí en los versos de los poetas.
Es este el caso del poema de Wilfried Owen que leemos hoy.
Desde el principio, no logramos saber qué es lo que ocurre: El soldado cae, “somnoliento”. Nada indica que esté físicamente herido, ni tan siquiera que se haya autoinflingido una herida lo suficientemente grave como para ser enviado “a casa”, a pesar de que expresa su temor a perder una mano.
Con naturalidad, tenemos que asistir con Owen a los puntapiés al hombre caído*, y a la escalofriante escena de su propio oficial, que le encañona con la pistola.
Pero él no se levanta. No está ahí, con ellos. Ni siquiera ve la trinchera, elemento crucial para seguir vivo, por lo que pueda ocurrir: el avance de los contrarios, los francotiradores.

Owen actúa como un cameraman, escena a escena, a saltos, como si quisiera que no entendiéramos nada; deteniéndose para enfocar al oficial con su pistola, los puntapiés de los camaradas; graba sus comentarios, las palabras del soldado, a los camilleros que evacuan al herido, insensibles. Casi les vemos y oímos trotar mientras se llevan al “herido”.
¿Qué pasa?
Pasa que muere al día siguiente. Así lo certifica el doctor que, desbordado, lidia sinsentido con la interminable estela que por fuerza acaba en sus manos.
¿De qué ha muerto? Ni idea. Owen sigue jugando a que no sepamos; sólo querría que fuésemos conscientes de “nuestro mundo”, tan ajeno al suyo, al de los combatientes: ninguna de las voces del poema –incluida la narrativa, que tan bien nos dirige y nos ignora- se sorprende de esta muerte. Y, además, da igual. Porque todo da igual.
La vida y la muerte se mezclan, son ya indiferentes.
Ese es el poema.

La guerra fue también juicios sumarísimos, en los que combatientes en estado de shell-shock, que no podían sujetar un lápiz entre los dedos, fueron ejecutados por cobardía.
Casi 100 años después, apelaciones de familiares incluidas, algunos de los gobiernos europeos rehabilitan los nombres de estos soldados y reconocen la injusticia.

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