Allí,
donde se levanta la ciudad de los más potentes oradores
y de los poetas más robustos;
donde se
levanta la ciudad amada por ellos y que, en gratitud,
los ama y los comprende;
donde no
existen monumentos de héroes, sino en las palabras
y en los actos cotidianos;
donde la
frugalidad ocupa su lugar y la prudencia el suyo;
donde los
hombres y las mujeres dan poca importancia a las leyes;
donde el
esclavo deja de ser esclavo, y el amo, de ser amo;
donde el
pueblo se subleva, unánime, contra la incesante
audacia de los elegidos;
donde los
hombres y las mujeres se abalanzan bravíos como
la mar, al silbido de la muerte,
desencadena
sus devastadoras e ineluctables olas;
donde la
autoridad exterior solo está precedida de la autoridad
interna;
donde el
ciudadano es la cabeza y el ideal social; donde el
presidente, el alcalde, el gobernador
-¿qué más?- son
empleados asalariados;
donde los
niños aprenden a ser la ley de sí mismos, y a depender
solo de sí;
donde la
juventud se ilustra con hechos;
donde
la especulación crítica es estimulada;
donde
las mujeres van en las manifestaciones públicas a par
que los hombres;
donde
las mujeres acuden a las asambleas lo mismo que los
hombres;
donde
se eleva la ciudad de los amigos más fieles;
donde
se eleva la ciudad de la pureza de los sexos;
donde
se eleva la ciudad de los padres robustos;
donde
se eleva la ciudad de las madres de cuerpo fecundo;
¡donde
se levanta la más grande ciudad!
Del “Canto
del hacha”, de Walt Whitman (1819-1892).
“Obra
escogida”, Penguin Random House, 2017
Traducción
de Concha Zardoya.
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